viernes, 18 de julio de 2008

TEMOR O REVERENCIA

Debía estar acostumbrado a ella, pero no. Sabemos que está allí, es decir aquí, todos los días a cada instante, pero se nos olvida. Igual que su opuesto, la vida, que nos llega todos los días. La muerte, sin embargo, nunca es esperada, porque nunca es bienvenida. Pero llega infaltable, silente, impostergable. La he tenido cerca, en la partida de otros, pero nunca le había temido.
Hace algunos meses, unas señoras amigas, me pidieron acompañarlas para orar por su madre hospitalizada a causa de una cirugía de apendicitis. La señora pasaba de los 90 años, por lo cual, no era muy esperanzador que superara la operación. Llegamos al hospital a las 12 del medio día. No estaba consciente. Sus pulmones, estómago y corazón estaban conectados a las máquinas médicas.
Yo sabía que personas en esa condición, pueden escuchar. Así que le hablé a su oído. Mi memoria me fué útil para recitar el salmo del pastor, el 23, y luego oré con el "Pater Noster". Percibí que escuchaba. Jamás imaginé que la estaba ayudando a transitar de esta vida, hacia el descanso eterno. Le dije que descansara en su fe, que si sentía la presencia del Creador, que depositara su vida en Dios. Y parece que era lo que estaba esperando. No me dí cuenta que habían transcurrido 55 minutos. Faltando 5 minutos para la una de la tarde, las máquinas indicaban que su corazón dejaba de latir y sus pulmones paraban de respirar.
Quien así partía, había sido una insigne maestra formadora de generaciones de maestros y maestras. Era querida y respetada por generaciones de docentes y muy amada por sus hijas, su hijo y sus nietos. Me alegré de haber estado allí por su familia. Pero quizá por ser la primera vez que presenciaba el corte entre la vida y el cese de ella, me estremecí. Un tropel de dedicados y jóvenes médicos, hombre y mujeres, corrían hacia aquella sala con la intención de auxiliar, tratando de evitar la muerte. Sería inútil.
Yo creo en la trascendencia, por tanto, no creo que para los seres humanos la vida acabe en la tumba. Pero confieso que en aquel momento me invadió un frío estremecimiento. Sí sentí el poder de la muerte a mi alrededor. Una mezcla de temor grande y mayor reverencia me sacudió. Quería abandonar corriendo aquel hospital y aquella sala. No lo hice. Me detuvo el deber de ser solidario, con las amigas que me habían buscado. Algunas semanas después, racionalizando mi experiencia, llegué a la conclusión de que había experimentado muy de cerca la presencia y el poder de la muerte. De ahí, mi temor, pero apreciando cada segundo de mi existir, sé que también experimenté la reverencia que se debe a la muerte,-el final del transito de una vida por este planeta-. Comprobé lo que unos meses antes, había encontrado en La Biblia y que me había parecido algo loco: "mejor es el día de la muerte, que el día del nacimiento" Un desconocido sabio de más de 30 siglos atrás, reflexionaba que cuando uno muere, deja historia, deja deudos que le lloren y le recuerden. Pero cuando se nace, se es anónimo y se es huérfano de historia. ¿No es ésto una mezcla de pesadilla y ensoñación?